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Asco y Menstruación reflexión sobre la sangre menstrual


Hablar acerca de la menstruación genera diversas reacciones, pero una de las respuestas más comunes ante esta temática es el asco. Preguntarnos cómo separamos lo higiénico de lo sucio, puede darnos luz sobre la forma en que vivimos y pensamos el ciclo menstrual.


El investigador William Ian Miller en su libro “Anatomía del Asco”[1] da cuenta de lo complicado que se vuelve rondar ciertos temas considerados execrables, de un carácter en apariencia tan íntimo y reservado, que sólo mencionarlos puede generar desagrado o vergüenza. Hace énfasis en cómo la gente tiende a identificar el objeto estudiado con la persona que lo estudia, y si dicho objeto parece asqueroso, la persona se ensucia un poco al acercarse, poniendo en juego su pureza. Ian Miller indaga en esta obra sobre los orígenes del asco; que desde su punto de vista debe entenderse como un sentimiento, y no como una sensación pasajera, como la de reconocer algo viscoso o caliente. Lo define como un elaborado proceso mental y emotivo que repercute en la construcción de nuestros gustos, un sentimiento como el odio o el amor, pero con otro nivel de “prestigio”:


Aunque se sostenga que el asco es , hasta cierto punto, independiente de la cultura, estamos ante la emoción más encarnada y visceral de todas y, sin embargo, cuando opera en y en torno al cuerpo, sus orificios y excreciones, estalla un mundo de significados que tiñe, anima y contamina las ordenaciones políticas, sociales y morales. El asco será todo lo visceral que se quiera, pero también es una de nuestras pasiones más agresivas generadora de cultura[2].


El discurso de la higiene y la salud, que son los dos conceptos que encontramos recurrentemente en las publicidades televisivas para productos del ciclo menstrual, no puede comprenderse sin la definición de los valores opuestos: la enfermedad y lo sucio, ideas estrechamente relacionadas. Tras una puesta en escena de lo limpio, la sangre pierde su coloración natural y se reviste de un aséptico tono azul. La anulación del rojo de la carne y sus fluidos, reemplazada por el metafórico azul celeste, se convierte en un símbolo que al reproducirse y asumirse como habitual, desdeña la naturaleza corporal femenina rezagándola al lugar del ocultamiento. Las mujeres de la publicidad suelen mostrarse como cuerpos bellamente contenidos y controlados, es decir, cuerpos que no sangran y no producen secreciones, y en caso de producirlas, como el sudor o las lagrimas, siempre aparecen con marcadas intenciones eróticas o sofisticadas; en el caso del sudor podría connotar sensualidad o destreza deportiva, pero nunca humanidad. En la pantalla publicitaria y comercial no aparecen las rutinas de vida con sus respectivas consecuencias físicas, todo se muestra bajo un perfecto diseño del control, donde correr no despeina o despeina perfectamente, y donde es posible sangrar azul para que sea menos agresivo.


Las reacciones de desagrado ante ciertas condiciones físicas no pueden limitarse al cuerpo de las mujeres, sino que deben comprenderse como reacciones humanas, cuyos orígenes anteceden los debates de lo femenino y lo masculino, y se ubican en las primeras relaciones que tuvimos con la naturaleza. Nuestro proceso evolutivo en un ambiente desconocido y salvaje llevó a que desarrolláramos instintivamente ciertas alertas corporales para alejarnos de materiales o lugares que pudieran atentar con nuestra supervivencia. Ian Miller reconoce que algunas texturas y colores nos resultan desagradables porque podemos asociarlos con materia descompuesta, que en caso de ser ingerida podría hacernos enfermar. Sin embargo, también resalta que la selección de lo que consideramos dañino está íntimamente ligada a procesos culturales, o sea construidos a partir de unas reglas sociales determinadas, lo cual no tiene nada que ver con esencialismos biológicos. Con el paso del tiempo y la consolidación humana y cultural dentro de sociedades fijas, comenzaron a establecerse roles marcados entre hombres y mujeres, y a ponderarse o despreciarse las secreciones de los mismos; indudablemente estos valores cambiaban de una comunidad a otra, pero Miller en su rastreo histórico concluye que ciertas sustancias parecerían tener una definición casi universal de suciedad, peligro o rechazo, entre estas las heces fecales humanas y el flujo menstrual femenino. La manera en que se decide qué entra dentro de un listado de elementos permitidos al tacto, el consumo, o si quiera la cercanía, ha estado atravesada por la idea de civilización, entendiendo este concepto como la posibilidad de controlar, en la mayor medida posible la naturaleza (la del ambiente exterior y la del cuerpo humano) y su “ caótico” destino:


Lo que produce asco está sujeto a determinantes culturales obvios. La cultura, no la naturaleza, marca la línea que separa la pureza de aquello que la mancilla y lo sucio de lo limpio, que son los límites cruciales que el asco se encarga de controlar. La verdadera cuestión a plantear no es si la educación hace que el ser humano aprenda en su juventud qué es asqueroso, sino más bien si el hecho de considerar que algunas cosas y comportamientos son asquerosos es un rasgo (casi) universal de la sociedad humana. La antropología, la historia y la arqueología les gusta mostrar que la esencia de lo asqueroso varia de unas culturas a otras y en distintas épocas, se tiende a coincidir en qué cosas y tipos de acciones provocan asco. Algunos aseguran que las heces son sustancias universalmente asquerosas, para otros lo es la sangre menstrual.[3]


Uno de los componentes que Miller señala en la conformación del asco hacia determinado objeto o ser, es su poder de contaminación, o la creencia que tengamos de su capacidad transformadora, siendo esta transformación un cambio a un nivel inferior al que pertenecemos: “ si lo toco o me acerco seré peor”. La sangre menstrual es un fluido asociado directamente con el paso de un ciclo a otro. Muchos de los discursos familiares alrededor del tema, atribuyen a su aparición una señal de madurez, y no sólo se trata de la posibilidad corporal de engendrar vida, si no de una idea cultural de crecimiento: el paso de niña a mujer. Esta categoría de cambio parecería la de un nivel superior, y de hecho muchas comunidades tribales la celebran como tal, pero en la vida citadina actual, supone otro tipo de demandas: el consumo de productos antes no utilizados (toallas, tampones, protectores, duchas vaginales, etc) y la comprensión interior de que se está asistiendo a un ciclo que durará la mayor parte de nuestras vidas, teniendo repercusiones en la manera en que asumimos nuestro cuerpo y nuestra sexualidad. Si bien hacia afuera hay cierta idea de evolución, en la individualidad y la soledad de la desnudez se siente de otra manera.

Es posible que muchas mujeres hayan vivido su primer ciclo menstrual con mucha naturalidad y casi con agrado, pero esta reacción no suele ser una constante, para la inmensa mayoría fue un momento traumático o al menos desconcertante, en el que debimos acostumbrarnos a pasar por un ciclo del que se habla solo con eufemismos, y sobre el que nos han incitado a tener un especial cuidado higiénico, como si su nivel de contaminación fuera enorme. Otro de los planteamientos de Miller consiste en resaltar que una de las características del asco es la ruptura de la normalidad, lo cual genera extrañeza y en ocasiones miedo, pues solemos rechazar abruptamente lo desconocido; sin embargo también indica que hay acciones cotidianas catalogadas como asquerosas, aunque resulten recurrentes, como el hecho de defecar. A la luz de este planteamiento se puede relacionar la menstruación con el excremento, aunque no es una necesidad cotidiana, ni es experimentada por ambos sexos, se concibe como una ruptura de lo habitual, indigna de ser nombrada y de carácter desagradable.


En este sentido considero que pueden establecerse dos dimensiones del asco: una que está ligada a lo desconocido y posiblemente tóxico en un entorno exterior, en la que se da un apartamiento absoluto del elemento generador de incomodidad; y otra que establece ciertos límites de proximidad y actitud con lo considerado asqueroso, pero que mientras se mantenga en el territorio de lo privado no genera grandes molestias.


Tal vez el asco infundido en las mujeres hacia su ciclo menstrual tenga que ver con la idea del intruso. Un fluido anómalo, no rutinario, que pervierte la cotidianidad vaginal y altera el orden de lo “higiénico y saludable”. Los límites vigentes del auto-territorio son franqueados por la experiencia de menstruar, el auto rechazo a un fluido que directamente nace de nuestro interior, pero que contamina nuestro controlado afuera. La transformación de lo considerado mío, propio, natural, muta en lo ajeno, rechazado, fronterizo y extraño. Aunque sangremos cada mes seguimos rechazando el proceso natural de nuestros cuerpos, la noción del asco se ha instalado en nuestra memoria corporal, y tendremos que superar el tabú de la contaminación, para establecer relaciones más armoniosas con nuestro cuerpo y sus ciclos vitales.


Bibliografía:


1 Anatomía del Asco , William Ian Miller, Harvard University Press, 1997. Ed cast: Grupo Santillana de Ediciones, S.A; 1998, traducción de Paloma Gómez Crespo. 441 páginas. Titulo original: The anatomy of disgust.



2 Miller Ian W. (1997). Anatomía del Asco. Estados Unidos: Ediciones, S.A.


[2] Ibid, página 13.


[3] Ibid, páginas 39 y 40.

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